Publicado: 19/08/20
Categoría: Artículos

Eran aproximadamente las 3 de la mañana. Aún iba a la universidad, pero no asistir a clase no me suponía un problema. En la pantalla de mi portátil aparecía en grande el título de Undertale mientras un sonido seco retumbaba por mi habitación tras derrotar a uno de los enemigos finales más rocambolescos de todo el videojuego. Yo debía de tener una cara de incredulidad de enciclopedia, claro. Además cargaba con un sentimiento que a día de hoy pocas veces me he encontrado en un videojuego. «¿Ya está? ¿Aquí acaba mi viaje?», pensé.

El camino no había sido muy largo, porque apenas tardé 8 horas en pasarme aquella primera partida, sin embargo, sentía que había pasado una eternidad allí dentro. Experimenté aquello como no lo había hecho en años, algo similar a como siente uno las series de dibujos cuando es niño. Tenía un sentimiento de pertenencia al espacio donde había sucedido su historia y, aunque todo lo ocurrido fuera un cuento de hadas, se presentaba más real que la mayoría de películas con tintes melodramáticos que había visto hasta aquel momento. Mucho ha llovido desde entonces, pero la sensación al recordarlo sigue siendo la misma.

«Cuando se hacen juegos, los desarrolladores ponen sus corazones dentro de él. La individualidad del creador, sus sueños, los recuerdos que no pueden borrar, la pesadilla que quieren olvidar, el amor… Este es el corazón del creador» decía Toby Fox, creador de Undertale, durante la pasada Indie Live Expo 2020 en un vídeo en el que animaba a nuevos desarrolladores a seguir trabajando en sus proyectos en una época de crisis y cambio. «Lo especial de los indies» seguía, «es que al ser equipos pequeños el jugador puede sentir el corazón de cada persona que ha participado en el juego. (…) Cuando el jugador se encuentra con el corazón del creador, algo extraño sucede. La pantalla del juego parpadea como un espejo maldito y es entonces cuando el corazón del jugador comienza a brillar y podrá cambiar para siempre».

Este discurso, sobre por qué el medio debe estar creado desde el corazón, es casi una bandera para los artistas jóvenes que pretenden comunicar algo a través de sus obras, independientemente de la disciplina a la que pertenezcan. El videojuego, especialmente gracias a obras ‘recientes’ como el ya mencionado Undertale o What Remains of Edith Finch, ha explorado y aprendido a utilizar su trama para hablarnos abiertamente sobre sentimientos, y incluso ha sabido utilizar esas mismas mecánicas para ponerle solución a los conflictos que encuentra en la historia.

Esta tendencia que permite hablar abiertamente sobre los sentimientos del creador a través de sus personajes no es algo exclusivo del videojuego independiente, por supuesto, pero sí que se trata de un espacio en el que esto se ha podido llevar a límites que afectan o empatizan con el jugador de una manera mucho más profunda. Está claro que los videojuegos se han convertido en algo importante para muchas de las personas que crecimos a lo largo de los años 90. Casos como Final Fantasy IX, juego que pese a estar estrenado en los 2000 no tuve el placer de jugar hasta este año.

En él, los sentimientos de los protagonistas son el motor que arranca el juego y no solo la excusa para llegar al clímax en el que nos enfrentaremos al enemigo de turno, donde los personajes evolucionan y aprenden de una manera muy natural. Si bien es cierto que por aquel entonces era común que las mecánicas del juego no estuviesen ligadas directamente a lo que nos contaba la historia, llegar hasta el final de la aventura suponía que los personajes cambiaban, aprendían del viaje (y de sus experiencias), pues alcanzar ese punto del camino les había obligado a explorar sus propios sentimientos.

En los últimos años este medio nos ha demostrado que cuando un videojuego se hace desde la inquietud y el corazón del desarrollador (entiéndase esto como el sentimiento más puro de querer transmitir algo a través de su mecánica), las dimensiones del producto lo convierten en algo mucho menos palpable, menos ‘juego’ por decirlo de alguna manera. El recuerdo va asociado a lo que sentimos en cada momento y es por ello que, si sentimos jugando, si vivimos esa aventura, posiblemente recordaremos la sensación de juego años después de haberlo jugado. Hay algo místico en esa sensación, pues en el proceso creamos una especie de conexión con sus personajes y terminamos directamente involucrados en la historia que están viviendo.

Ya lo hizo Braid en 2008, referente del videojuego independiente en aquella época, al hablar de las etapas que se viven en una ruptura amorosa y de cómo el recuerdo es una parte fundamental de la relación. No se trataba solo de lo que hablaba, sino de cómo se hablaba de ello: la historia estaba directamente implícita en sus mecánicas. No es lo que se cuenta, es la manera en la que se cuenta, el contexto y su subtexto. Son los pequeños momentos de asfixia y dolor en Hyper Light Drifter los que nos acercan a esa enfermedad que degenera al protagonista (y a su autor) y que nos hacen ver que, independientemente del camino escogido, el sino del protagonista siempre estará condicionado por una enfermedad que lo atosiga y que, mientras el juego sucede, el jugador siempre carga a sus espaldas.

Pero volvamos a Undertale. Mentí, ese no es el final de la historia. Tras unos segundos con la pantalla en negro, el juego te presenta de nuevo a dos de sus personajes y te habla de cómo es la situación actual en su mundo ahora que tú has partido. Narran lo que les ha ocurrido, cuál será su comportamiento con otros visitantes como tú o te hablan de como un enemigo ha tenido que dejar el trabajo por tu culpa, y ahora vende perritos calientes a disgusto. En fin, así es la vida. La charla se acaba y aparece el enemigo final, de nuevo. Te pregunta que si de verdad crees que todo acabó ahí y si no sería posible haberlo solucionado todo sin haber asesinado a nadie. Porque de eso va Undertale, de decidir. Decidir si queremos esforzarnos y no hacer daño a nadie, o si preferimos ir con todas y eliminar a cada ‘enemigo’ que nos encontremos.

Para quien no lo sepa, y a modo de breve introducción, Undertale es un RPG independiente donde exploramos un mundo lleno de monstruos y en el que combatimos por turnos a través de una suerte de minijuegos que van variando. Su punto clave es que puedes decidir si eliminar a todos los enemigos que encuentres o si prefieres resistir el combate y tratar de convencerlos de que no tienes nada en su contra, esquivar sus estocadas y así evitar el combate la próxima vez que los encuentres. Os seré sincero, en mi primera partida de Undertale me daba igual todo el mundo y mi objetivo era subir de nivel, por lo que fui muy poco piadoso y maté a la gran mayoría de los enemigos. Fue así hasta que, en cierto momento de la historia, encuentras un monstruo muy parecido a uno al que ya has derrotado anteriormente. Al hablarle me contó que hacía mucho tiempo que no veía a su hijo, a quien reconoces haber matado un rato antes de manera totalmente voluntaria. Podría no haberlo hecho y aun así lo hice. Decidí que afrontaría mi partida sin esforzarme lo más mínimo.

Después de esto no hubo reprimendas por haberle eliminado, ni siquiera afectó a la trama más allá de ese comentario. Fue así como se reafirmó el sentimiento de que todo lo que hacía estaba ocurriendo en un lugar, que mis decisiones y el peso de los actos que yo mismo había decidido realizar durante mi partida se sintiesen importantes. Y es que, hasta cierto punto, en eso consiste el videojuego. De sentir. Sentir que estás viviendo cosas que nunca podrías tener, como convertirte durante dos horas en un mapache capaz de crear agujeros negros y que arrasa con todo como en Donut County; o sentir que estás gastando horas de tu vida perdiendo en el League Of Legends y llorándole a gente que no conoces de nada por lo malos que son y por cómo te están bajando los puntos de ELO. Al fin y al cabo, cada uno elige la manera en la que quiere sentir jugando, por muy diferentes que sean unas de otras.