Publicado: 05/10/21
Categoría: Artículos

*Este texto pertenece a una serie en la que, fijándome en la características que considero más únicas y diferenciales de mis juegos favoritos, trataré de desentrañar cómo se llegó a dicha idea y a su posterior ejecución. Para ello trataré de repasar las notas clave del desarrollo de cada obra, pero también los antecedentes que contextualizan estas decisiones.

Toda obra maestra tiene tras de sí algo de milagroso. Concebir un artefacto cultural magnánimo siempre resulta de un cúmulo de casualidades al que da vértigo asomarse. Pero The Legend of Zelda: Breath of the Wild resulta especialmente paradigmático a este respecto. Primero, porque no es una obra que nazca con libre albedrío, sino que el legado al que tiene que apelar es uno de los más mayestáticos del medio. Y segundo, porque la saga venía de alguna de las entregas que más ‘traicionaban’ la esencia con la que Shigeru Miyamoto dio vida al The Legend of Zelda original de 1986.

Treinta y cinco años dan para mucho, y Zelda ha tomado demasiados caminos distintos como para hacer una enmienda a la totalidad. No pretendo meter en el mismo saco el onirismo de Link’s Awakening, la pérdida de la inocencia de Ocarina of Time o el canto a la libertad de Wind Waker. Pero sí me parece obvio que Zelda funciona mejor cuánto más apela a la aventura y al descubrimiento de un mundo a la vez fascinante y hostil. Un arte en el que el primer TLoZ sigue siendo cima absoluta y constante punto al que regresar en busca de inspiración.

Curiosamente, es una senda que la franquicia ha caminado mucho menos que otras, y de la que parece terminó de tomar distancia con la toma de poder de Eiji Aounuma para el desarrollo de Ocarina of Time. He aquí el mayor de los milagros que rodean a la creación de Breath of the Wild. Me explico.

Aounuma representa esa vertiente de Zelda en la que la leyenda, más que vivirse, se cuenta. De hecho, una de sus declaraciones más conocidas venía a desvelar que nunca llegó a completar el primer TLoZ (aunque haya terminado subsanando esta laguna). Al actual productor de la línea principal el primer Zelda que le cautivó fue Link’s Awakening y sus pequeñas historias que lo hacían parecer casi un cuento veraniego. Con motivo del estreno del reciente remake de este juego, Aounuma dijo en Xataca que “los personajes te llenan los ojos de lágrimas y la historia es realmente memorable. Creo que fue capaz de compactar todo lo que hace único a ‘Zelda’”.

The Legend of Zelda: Link’s Awakening (1993)

Es decir, que si para Miyamoto Zelda era la emoción de explorar una cueva que encontró cerca de su casa cuando era pequeño, para Aounuma la saga es la calidez de sus personajes. Lo cual explica la deriva narrativa de la serie desde Ocarina of Time, aunque en entregas anteriores ya hubiese dado visos de la misma.

En principio, Hidemaro Fujibayashi, director de BotW, opta por una vía intermedia en la que toma la estructura a la que se adhieren los Zeldas desde A Link to the Past y, sin reformularla por completo, sí juguetea con lo establecido y le otorga un toque diferencial. Así lo hizo cuando, como desarrollador de CAPCOM dio vida a The Legend of Zelda: Oracle of Seasons/Ages. Los dos juegos de Game Boy Color partían del diseño de Link’s Awakening para contar dos historias separadas entre sí pero complementarias entre ellas. Es decir, que debías jugar a ambos si querías ver la historia completa. También existía cierta diferenciación jugable, pero era lo de menos.

Con Breath of the Wild Fujibayashi y todo el equipo trataron de ir un paso más allá en remover las bases de la saga, y el resultado fue dar con el ‘Breaking Conventions’ que acompaña gran parte de los diarios de desarrollo del juego. Aunque, lejos de partir de cero, decidieron fijarse en The Legend of Zelda. Cómo no.

Todo esto está muy bien por lo que supone que Aounuma dé su brazo a torcer y aceptase de facto que la saga necesitaba un reseteo. Pero ‘romper convenciones’ o ‘volver a los orígenes’ son términos demasiado abstractos para explicar la trascendencia real de Breath of the Wild. Lo que de verdad hace diferencial al último Zelda hasta la fecha es el peso de su mundo, la mella que deja su vasto entorno digital en Link, pero también en todo cuerpo que lo habita.

Pensad en cómo se dan la mayoría de interacciones más significativas de Zelda a partir de 1991. En A Link to the Past Miyamoto centró el diseño del juego en hacer que la riqueza de la relación entre avatar y entorno  dependiese de la versatilidad de las herramientas con las que cuenta el jugador. Así, el gancho sirve para desplazarse pero también para atacar enemigos en la distancia o recoger objetos lejanos. El arco lanza flechas a los enemigos pero también a ciertos interruptores que descubren caminos dentro de las mazmorras. El bastón rojo crea un bloque de protección que también sirve para accionar mecanismos de forma remota, etc.

Dentro de lo que cabe, la versatilidad de cada herramienta enfatizaba la curiosidad para con los elementos del escenario, pues invitaba a probar distintas soluciones en pos del descubrir. No obstante, esto también provocaba que la exploración perdiese gran parte de la pureza que respiraba el primer The Legend of Zelda, donde desentrañar secretos era un acto de fe e intuición mucho mayor que “salta dentro de este pozo claramente diferenciado del resto del entorno para adentrarte en un lugar secreto”.

Al menos en A Link to the Past aún sobrevivía esta búsqueda de recovecos como parte troncal de la experiencia y fuente de satisfacción jugable. Algo que con el devenir de entregas acabaría transformándose en pueriles ejercicios de interacción frente a estímulos visuales. Llegados a Ocarina of Time, este tipo de interacciones ya se habían reducido a su mínima expresión y, al mismo tiempo, se convirtieron en la principal vía de interacción con el mundo más allá de la narrativa.

Zelda comenzó a ser, sobre todo, recorrer caminos pautados en los que resolvemos ejercicios que piden poco o nada al jugador. Ya sea lanzar una flecha a un ojo para abrir una puerta, encender todos los candelabros de una habitación para esto mismo o utilizar el boomerang para pulsar un interruptor lejanos. Por eso, cuando la gente recuerda el Templo del Agua no lo hace como un desafío emocionante, sino tedioso. Porque con un mínimo de orientación y planificación, la mazmorra se convierte en realizar una tarea tras otra, pero Zelda ya había acostumbrado al jugador a que la mayoría de sus dungeons se leyesen como un libro abierto, causando una frustración lógica en cuanto su diseño se enmarañaba mínimamente.

Templo del Fuego y Templo del Agua en Ocarina of Time. Diseño lineal vs circular.

De este modo, el mundo y la inmersión del jugador en el mismo pende de un hilo demasiado fino. Y después de la chapa llegamos a la pregunta clave ¿Qué es lo que hace BotW para solucionar esto? Hacer que su Hyrule tenga una presencia física inédita en juegos de mundo abierto.

Todo cuerpo que habita este mundo está sujeto a unas leyes físicas trabajadas hasta el exceso, y Link es un simple hyliano sobre el que el entorno natural ejerce un continuo influjo. Tan sencillo como que la barra de estamina dictamine nuestra capacidad de sobreponernos al medio, pues no podremos escalar cualquier montaña o cruzar cualquier río desde el principio como si estuviéramos por encima del bien y del mal.

No, aquí cada mandoble que recibamos nos desplazará varios metros rodando por el suelo pudiendo acabar despeñados ladera abajo, nuestras armas se irán desgastando cada vez que rasguen las carnes de nuestros enemigos y una tormenta eléctrica nos obligará a prescindir de objetos metálicos si no queremos que un rayo nos atraviese por la mitad.

Pero si existen unas leyes físicas que condicionan de forma brutal nuestra convivencia con el entorno, esto también implica que pueden ser utilizadas en nuestro favor. Por ejemplo, la posibilidad de hacer arder la hierba para crear una corriente de aire ascendente sobre la que alzar el vuelo, cortar un árbol para recorrer un río a lomos de su tronco o empujar una roca por una cuesta calculando su trayectoria para golpear a un grupo de enemigos.

Y no es tanto que este tipo de recursos deban ser una parte indispensable de nuestra experiencia, pero el hecho de que todo elemento tenga un comportamiento consecuente con la forma que tiene Breath of the Wild de darle vida a su mundo hace que el jugador habite Hyrule como nunca antes. Si en entregas anteriores cada mecánica (combate, exploración, ‘mazmorreo’) eran entes separados entre sí, aquí cada elemento es parte de un todo.

No he encontrado ninguna entrevista o material que apoye mi hipótesis, pero es obvia la influencia que supone Minecraft en Breath of the Wild. En la obra de Mojang, cada uno de los infinitos bloques que nos rodean pueden ser destruidos o utilizados con el fin de servir a otros propósitos. Ya sea para craftear herramientas u objetos, crear nuevos bloques o reconfigurar el terreno dándole sentido estético y/o utilitario. En BotW esto se traduce en que cada átomo de su mundo, cada pequeño desnivel del terreno, cada brisa de aire repentina tiene importancia.

A partir de aquí, la obsesión del juego por hilvanar todos sus componentes. Que los Moblins tengan sus propias conductas y puedan patear las bombas que les tiramos o coger armas que otros enemigos o nosotros mismos dejamos caer. Que la música se reduzca a lo ambiental y nos deje escuchar el tintineo del armamento mientras recorremos los prados de Hyrule. Que los ‘superpoderes’ que nos otorga la piedra Sheika tengan que ver con alterar momentáneamente las reglas físicas que todo lo rigen. O los miles de detalles que enfatizan nuestra presencia en el entorno y que no tengo tiempo de enumerar.

El placer en Breath of the Wild no está en descubrir un nuevo santuario o escalar una torre de vigilancia, sino en recorrer la senda que te lleva hasta allí. Normalmente el proceder es el siguiente. Mirando al horizonte con la Piedra Sheika avistas un punto que podría ser de interés, lo marcas en el mapa y emprendes tu camino hacia él (espero que nadie que lea esto haya jugado Breath of the Wild con el HUD activado al completo, avisados quedáis). Sin embargo, rara vez llegas a tu destino sin que algo llame tu atención y te haga desviarte de tu camino inicial para indagar por tu propia cuenta y acabar encontrando un nuevo secreto detrás de esa curiosa colina.

Fascinación por descubrir permanentemente alimentada por el gozo que emana de recorrer una Hyrule en la que somos poco más que un monigote ante su colosal constructo natural. ¿Y esto cómo sucede? ¿Cómo una saga que se había abandonado a la puzlificación ramplona de entornos medioambientales como máxima expresión videolúdica recupera la pasión genuina por la aventura y el descubrimiento que guiaron a su primera entrega hace 35 años? Pues, como he mencionado al comienzo del texto, cuanto más lo pienso, más azar divino me parece.

Concept art simulando las ilustraciones que acompañaron al lanzamiento del primer The Legend of Zelda

La semilla parte de la decepción consecuente a la salida de Skyward Sword, título cuya promesa de libertad era tan vasta como el cielo que te hace surcar entre islas flotantes y que acabó siendo el juego de diseño más constreñido de la línea principal. Esta vez, incluso los más fanáticos de la saga fueron críticos con él, lo que llevó a Aounuma y Fujibayashi a replantearse todo.

Respecto a esto, resulta interesante cómo, a medida que los mandamases de Nintendo se daban cuenta del desarrollo que tenían entre manos, fueron dejando atrás su esencia como empresa de videojuegos. El coloso japonés del entretenimiento siempre se ha caracterizado por proyectos de equipo y presupuesto reducido, apostándolo todo al talento creativo para encontrar vías distintas a las que operan en el resto de la industria. Pero Breath of the Wild era demasiado.

El equipo heredado de Skyward Sword comenzó contando con 10 integrantes para acabar por reunir a 300 personas encargadas de la creación del juego. En realidad, el número no importa demasiado, pues sobre todo está engrosado por las 100 personas prestadas de Monolith Soft, equipo de Xenoblade Chronicles, dedicadas enteramente a hacer que la experiencia de juego no se resintiese a pesar de la mastodóntica escala del mapeado. Lo que sí resulta relevante es el enfoque con el que se abordan estas contrataciones.

Shigeru Miyamoto y Eiji Aounuma coincidieron en que les importaba poco contratar a expertos en videojuegos, ellos estaban más interesados en personas dedicadas a las disciplinas que pretendían añadir en el gameplay final. “Prefiero a alguien que realmente esté interesado en la escalada o el buceo en profundidades. Alguien con habilidades diferentes a las nuestras” aseguraban ambos en una entrevista concedida en 2019 para IGN.

Por su parte Fujibayashi apelaba a la renovación que había supuesto la llegada de las nuevas incorporaciones. Para el director, uno de los grandes problemas con Skyward Sword habían sido las restricciones que los veteranos pusieron al núcleo joven del desarrollo. Esta vez, el proceso admitió la lluvia de ideas y dotó de libertad a los recién llegados. La única gran criba se daba en periodos que iban de los tres a los seis meses, cuando las cabezas del proyecto dedicaban una semana entera a jugar todo lo que se había avanzado hasta el momento para discernir qué estaba en sintonía o que chirriaba.

Esta forma de afrontar un proyecto es bastante típica en grandes estudios, pero en Nintendo no era lo usual, de ahí la larga espera que acompañó a un título que en principio se pensó como exclusivo de WiiU.

Obviamente, hay ciertas manías o herencias que se resisten a desaparecer, y la mano de Aounuma en el diseño de niveles sigue esparcido por Hyrule. Ahí están las mini-pruebas de los Kolog, los santuarios Sheika, las Bestias Divinas o el enfrentamiento final contra Ganon como restos de la visión tradicionalista que le ha acompañado durante su trayectoria. Salta a la vista que, aunque algunos de estos segmentos estén bastante más inspirados que en otros títulos de la saga, hablan un idioma diferente al que opera en el resto del mundo y, en mi opinión, de ejecución netamente inferior. Pero ni siquiera esto logra ensombrecer la grandeza de Breath of the Wild, pues el simple hecho de existir en su mundo opaca cualquier matiz.

Usualmente, indagar en los entresijos de mis obras favoritas me hace apreciarlas un poquito más, pero con The Legend of Zelda: Breath of the Wild no ha sido así. Hurgar en su desarrollo me ha despertado contrariedad. Desde la supuesta inspiración en Skyrim, hasta la mutación de Nintendo hacia un equipo de desarrollo más cercano que nunca a las tendencias de la industria, pasando por lo frío que me parecen los testimonios hablando de una obra que suda poesía interactiva a cada paso. Al final, me sale decir que es casi lógico que así sea, pues no hay palabras ni bocetos que expliquen un arrebato artístico de tal calibre.